Por qué usamos tantos anglicismos innecesarios
Antonio Miguel Nogués, Universidad Miguel Hernández
La tradición atribuye al emperador Carlos V la frase «le hablo en español a Dios, italiano a las mujeres, francés a los hombres, y alemán a mi caballo». Si en vez de en el siglo XVI, el Emperador viviese hoy, no hay duda de que habría añadido que le hablaba en inglés a su ordenador, a los empresarios y a sus seguidores en las redes sociales.
Los negocios, la tecnología y los medios de comunicación son los tres pilares que determinan la realidad de un mundo global y, muy especialmente, la forma en la que lo pensamos. El inglés es, actualmente, el idioma en el que se piensan y expresan las ideas que rigen el mundo de los negocios y de las finanzas; el de la ciencia y el de la tecnología; y, sobre todo, el de los medios de comunicación y las redes sociales. O sea, de todo.
Es tal el abuso de anglicismos innecesarios que Mario Draghi, quien fuera presidente del Banco Central Europeo y en la actualidad primer ministro de Italia, hace unos días se interrumpió a sí mismo durante una rueda de prensa para reflexionar en voz alta: «Chissà perché dobbiamo sempre usare tutte queste parole inglesi» (Me pregunto porqué siempre tenemos que usar todas estas palabras en inglés).
¿A qué llamamos anglicismos innecesarios?
Los lingüistas coinciden en que los neologismos se adoptan por tres razones principales: por prestigio, por ignorancia o por vacío semántico. Es decir, tomamos expresiones de otros idiomas por aparentar, por desconocimiento de que exista una palabra en español, o para referirnos a algo nuevo, sea incorporando directamente el término (software, tsunami) o adaptando su fonética a la grafía castellana (tuit, guasap).
De acuerdo con esto, los especialistas denominan ‘extranjerismos innecesarios’ a las voces que provienen de otros idiomas con un significado idéntico a la palabra castellana: email/correo, bullying/acoso, streaming/directo, meeting/reunión, online/a distancia, ranking/clasificación, podcast/audio, followers/seguidores, link/enlace y un infinito etcétera.
La presencia de anglicismos innecesarios en algunos casos puede achacarse a la pretenciosidad, como en newsletter/boletín, o a la ignorancia, como ocurre con el término flashback, que significa exactamente lo mismo que analepsis. Sin embargo, considero que es necesario darle una vuelta porque, como científico social, me resulta difícil afirmar que todos los que usan estos anglicismos innecesarios sean unos ignorantes o tengan afectada su autoestima.
Aunque los préstamos lingüísticos son parte consustancial a cualquier idioma, su empleo no lo es en absoluto. Es decir, cuando elegimos una palabra frente a otra lo hacemos condicionados por el registro lingüístico que dominamos, por el interlocutor al que nos dirigimos, por los factores socioculturales e ideológicos que nos definen y con los que nos identificamos, y en función del momento y el lugar en el que hablamos.
La extensión del uso de esta clase de palabras, que además son más difíciles de escribir y de pronunciar, siempre ha interesado a la sociolingüística. Esta es una disciplina que estudia el comportamiento lingüístico de los hablantes en relación con el contexto y con los factores sociales, culturales y políticos que enmarcan el acto locutivo.
Ahora que el lenguaje políticamente correcto e inclusivo tienta los límites de la gramática, ¿por qué no existe tanto reparo al uso de los extranjerismos innecesarios?
¿Por qué se utilizan tanto?
La respuesta corta sería: porque estamos en un mundo global. Sin embargo, todo resulta un poquito más complejo. Para responder debemos ampliar el foco y apartarnos de ese intelectualismo que explica el fenómeno reduciéndolo al esnobismo o a la ignorancia.
Los principios de la filosofía del lenguaje y los trabajos de Pierre Bourdieu sobre el poder simbólico demuestran que las palabras que empleamos están relacionadas con la aceptación ideológica de un determinado modo de pensar, hablar y estar en el mundo. De ahí que optar por unas formas lingüísticas y no por otras sirva para reproducir un determinado orden de palabras y cosas o, al contrario, para modificarlo. Este es el principio que fundamenta el lenguaje inclusivo.
Quizás la característica más distintiva de nuestro mundo global es que las diferencias entre el aquí y el allí han desaparecido. Gracias a la tecnología, podemos hablar, jugar o tener sexo con alguien que esté en las antípodas como si estuviera a nuestra vera. Esta constricción del espacio-tiempo encontró su máxima expresión durante el Confinamiento.
Desde hace décadas asistimos al proceso de disolución de unas identidades nacionales en las que el territorio y la lengua eran los principales factores de cohesión; paralelamente surgen nuevas identidades colectivas.
Estas nuevas identidades, sea en torno a la reivindicación del no-binarismo o de un deporte electrónico, no necesitan ninguno de esos dos elementos. Los anclajes de estas nuevas identidades no tienen ninguna relación con las fronteras de un territorio, ni con el vocabulario que servía para designarlo. De ahí que el uso de extranjerismos no se perciba como una pérdida de identidad. Más bien al contrario: pueden ser la argamasa que forja una nueva identidad colectiva.
Este es el contexto ideológico en el que los anglicismos encuentran su sentido y, por tanto, dejan de ser percibidos como innecesarios por los que los usan.
Otra manifestación del globalismo
Sin embargo, y esta es la otra cara, no podemos olvidar que el uso de anglicismos tan absolutamente prescindibles como masterclass/clase magistral o timing/calendario-plazos, altera la connotación que los términos en español sí recogen. Hace unos días, un minirreportaje describía la precariedad que ocultan términos como job-hopping, co-living, call-center o riders que, al decirlos en inglés, adquieren distinción y elegancia. Asimismo, al utilizar crowdfunding en vez de ‘financiación colectiva’, se difumina la potencia transformadora que connota lo colectivo; del mismo modo, al hablar de fake-news parecería que nos referimos a una categoría nueva y no a lo que son y han sido siempre: simple y llanamente mentiras.
Los anglicismos innecesarios son el léxico de esa nueva identidad global que encuentra su epítome solidario en el traslado de los domicilios fiscales de jóvenes youtuberos o en la propuesta espectacular de una superliga europea.
Desde este planteamiento, el uso de anglicismos innecesarios es otra manifestación del globalismo, entendido como esa ideología cuyo objetivo último es fracturar las cohesiones tradicionales –léase, solidaridades– y encumbrar al individuo como institución. Poco a poco, el uso de estas palabras ajenas van definiendo una realidad aséptica y distinguida. Conforman un nuevo imaginario social desposeído de las connotaciones históricas (sociales, culturales, políticas y económicas) que sí tienen las palabras en español porque están ancladas en la memoria compartida de sus hablantes. Por tanto, lo que subyace al uso de estos anglicismos innecesarios no es algo tan baladí como dirimir entre ignorancia o pedantería, sino que tiene un fortísimo componente ideológico. Quiéralo o no el que los utiliza.