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¿Estamos en camino de alcanzar la inmortalidad?

¿Estamos en camino de alcanzar la inmortalidad?
Shutterstock / Gitanna

Paul Palmqvist Barrena, Universidad de Málaga

La persona más longeva de la que se dispone un registro fehaciente fue Jean Calment, quien vivió 122 años y 164 días. Aunque para la mayoría de nosotros el paso por este mundo será bastante más efímero, la edad de esta mujer francesa marca hoy, a la espera de un nuevo récord, la longevidad potencial máxima de nuestra especie.

Ahora bien, aquí conviene diferenciar dos aspectos. Una cosa es cuántos años vayamos a vivir y otra bien distinta cuántos habrá valido la pena vivirlos por disfrutar en ellos de buena salud y calidad de vida. En las últimas décadas el aumento en esperanza de vida ha sido superior al aumento en esperanza de vida saludable y no podemos ser excesivamente optimistas. Empecemos por averiguar si la vida humana tiene, hoy por hoy, límites naturales que podamos rebasar significativamente en un futuro. Y en caso afirmativo, identifiquemos qué estrategias podríamos usar para alcanzar dicha meta. La biología del envejecimiento en el reino animal nos ofrece claves interesantes al respecto.

El envejecimiento en la naturaleza

El mamífero más longevo es la ballena de Groenlandia (Balaena mysticetus). El genoma de este gigantesco cetáceo, cuyo récord de longevidad se sitúa en 211 años, muestra diversas adaptaciones para evitar las enfermedades asociadas a la edad avanzada. En particular, el cáncer.

Algo parecido ocurre con la rata topo lampiña africana (Heterocephalus glaber), que puede sobrepasar los treinta años de vida. Esto es, casi ocho veces más de lo esperable en un roedor tan pequeño. Tales ratas, de hábitos sociales muy elaborados, evitan la exposición a los rayos ultravioletas al vivir en galerías. Además, en sus tejidos muestran altas concentraciones de una variante de masa molecular elevada del ácido hialurónico. Eso permite que su piel sea muy flexible (algo necesario cuando se deambula por galerías) y, como efecto colateral, proporciona una gran resistencia al cáncer y evita la sarcopenia (atrofia y perdida de masa muscular) con la edad.

Heterocephalus glaber. Shutterstock / Neil Bromhall

Un tercer ejemplo es el murciélago de Brandt (Myotis brandtii), que pese a su tamaño diminuto (entre 4 y 8 gramos) vive más de cuarenta años. El secreto radica aquí en la hibernación, que da como resultado una baja tasa metabólica (más adelante veremos sus ventajas). Pero también en una mutación en la secuencia genética de los receptores de la hormona del crecimiento, la cual produce enanismo y aumenta la longevidad.

Finalmente, el vertebrado más longevo es el tiburón boreal (Somniosus microcephalus). Esta especie rebasa los cinco metros de longitud, creciendo como adulto a un ritmo de solo un centímetro al año. Por ello, la duración de la vida en los ejemplares más grandes podría exceder los cinco siglos, según sugieren las dataciones por carbono catorce del núcleo del cristalino de sus ojos.

Ilustración de Somniosus microcephalus. Shutterstock / Dotted Yeti

Diversas especies de animales invertebrados tienen también vidas muy prolongadas y, además, no desarrollan signos evidentes de envejecimiento. Por ello, sus adaptaciones podrían servirnos de modelo no solo para vivir más, sino para retrasar la senescencia. Es el caso de la langosta americana (Homarus americanus), cuya longevidad extrema (rebasan los 100 años) y crecimiento continuo se asocian a una elevada producción de telomerasa. Es decir, de la enzima responsable de la reparación de los errores en el ADN. Y eso le permite prolongar indefinidamente la proliferación celular.

Otro ejemplo lo encontramos en la almeja de Islandia (Arctica islandica). Un ejemplar llegó a alcanzar los 507 años, según revelaron sus anillos de crecimiento (dendrocronología). La clave de su longevidad es una tasa metabólica muy baja, por lo que liberan menos radicales libres que oxiden las membranas celulares, combinada con una gran resistencia de sus mitocondrias a los efectos del estrés oxidativo. Además, los telómeros (extremos) de sus cromosomas no parecen acortarse con la edad.

Envejecimiento y longevidad: ¿son necesariamente dos caras de la misma moneda?

Actualmente se barajan diversas herramientas para frenar, e incluso revertir, el envejecimiento. Entre ellas se encuentran las terapias de edición genética, como las basadas en la técnica CRISPR/Cas9, que podrían eliminar genes indeseables. Por ejemplo, los responsables de ciertos tipos de cáncer o enfermedades hereditarias causadas por pequeñas mutaciones, como la fibrosis quística.

Igualmente, la nanotecnología podría ayudarnos mediante el diseño de nanorobots a escala celular que circularían por el torrente sanguíneo eliminando ateromas o tumores incipientes (trombolizando los vasos sanguíneos próximos). Ahora bien, el problema es que, aun siendo capaces de acabar con el cáncer, las enfermedades cardiovasculares o las derivadas de la diabetes, las tres causas principales de muerte hoy día, nuestra vida se alargaría solo unos 15 años. Esto se debe a la inmunosenescencia, que determina que la mayoría de muertes en los ancianos sean por infecciones víricas y bacterianas que no suelen plantear riesgo para los jóvenes.

Algo similar ocurre con otros enfoques. Por ejemplo, reducir la exposición frente al estrés oxidativo limitando la ingesta calórica (esto es, restringiendo la cantidad y el valor energético de los alimentos para lograr una dieta óptima) tiene efectos sobre SIRT1. Esta enzima desacetilasa interviene en la regulación intracelular de la respuesta al estrés y otros factores homeostáticos (como la resistencia a la insulina), aumentando hasta un 50% la longevidad de los ratones (por el contrario, la obesidad la reduce a la mitad). Efectos parecidos se han conseguido con un compuesto natural, el resveratrol, que eleva la expresión de esta proteína.

En nuestro caso el aumento de longevidad es menor que en los ratones, en torno a solo un 5%, pero las poblaciones que practican la restricción calórica, como en la isla japonesa de Okinawa, se conservan más tiempo en buen estado de salud y tienen más posibilidades de llegar a centenarios. Su dieta está integrada en un 90% por carbohidratos y sus índices de afecciones cardíacas, cáncer, diabetes y demencia senil son más bajos que en otras poblaciones.

Igualmente, se ha comprobado que aumentar los niveles de la coenzima NAD+, implicada en las reacciones de oxidación-reducción, permite revertir en los ratones la degeneración muscular asociada al envejecimiento.

Todo esto resulta hoy crucial, pues al retrasar la senescencia se acortaría la duración del tramo final de la vida de mayor dependencia, la llamada “cuarta edad”, aliviando el enorme coste económico y sociosanitario que supone para la sociedad.

La búsqueda de la inmortalidad

En función de lo expuesto con anterioridad, la búsqueda de estrategias para prolongar radicalmente la vida humana deberá discurrir en otras direcciones. Una posible vía sería indagar en los mecanismos que permiten que, a igualdad de tamaño y pese a tener una tasa metabólica mucho más elevada, los animales voladores, como la mayoría de las aves y los murciélagos, vivan bastante más que los terrestres (el resto de los mamíferos y algunas aves no voladoras).

Así, aunque la longevidad se relaciona inversamente con la tasa metabólica por unidad de masa, un gorrión (Passer domesticus) puede alcanzar los 23 años. Esto ocurre pese a gastar mucha energía en el vuelo, generando endógenamente su metabolismo oxidativo una alta cantidad de radicales libres. En cambio, un ratón doméstico (Mus musculus), cuya tasa metabólica es bastante menor, no sobrepasa los cuatro años de vida.

El gorrión Passer domesticus puede vivir 23 años. Shutterstock / stmilan

La respuesta a esta paradoja es que la evolución ha dotado a los animales voladores de mecanismos más efectivos para combatir los efectos del estrés oxidativo. Esto lo explica la hipótesis clásica de Sir Peter Medawar, quien indicó que la selección natural actúa solo sobre aquellos genes que manifiestan sus efectos antes de que mueran los organismos.

En el caso de los animales voladores, el vuelo les ayudó a minimizar el riesgo de depredación, dotándoles de una mayor esperanza de vida a priori. Esto hizo que valiese la pena invertir en los mecanismos reparadores del daño celular que deriva del metabolismo oxidativo, factor que en última instancia está tras el envejecimiento. En cambio, invertir en mecanismos que ayuden a prolongar la vida de un ratón, cuando la probabilidad de que esté vivo en la naturaleza tras pocos años es prácticamente nula, sin duda habría sido una mala inversión.

Por ello, los biogerontólogos harían bien en enfocar sus esfuerzos hacia la búsqueda de los mecanismos concretos sobre los que actuó la selección natural en los organismos voladores, permitiéndoles desarrollar una vida más prolongada.

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